Acostado sobre el mar

[Una novela en marcha – Víctor Valadés Paredes]

…que la intemperie es también una morada

Eduardo Moga, El desierto verde

Despertar siempre se despierta a una intemperie

Julieta Valero, Niños aparte

1ª Parte

El ejercicio blanco

La vida tiene un sentido irrenunciable que no sabemos comprender, y por el que nos levantamos cada día.

(Se debilitaba la casa cuando Mariel salió… Era un artificio. La mente elegía un juego inestable en manos de un niño. Mariel, al salir, se da la vuelta e introduce su mirada por la cerradura. Pero su hijo Andrés aparece y le recuerda que ya no están allí, ella se sitúa en la imaginación de un muchacho que quiere contar una historia.)

Hasta aquí ha edificado un artificio, una muchacha, madre, y una muchacha, hija, Mariel y Casiopea. Casiopea es la que antes se desliga de la realidad para bailar apasionadamente. Ese sentido irrenunciable de la vida…; Casiopea no renuncia a una sensación de realización que le da un signo. Y si Mariel la miraba por la cerradura, ¿por qué no existe? Han creado un funeral porque Casiopea quería, y escucha una serie de historias de la gente que asiste. ¿No es Andrés quién mira por la cerradura para dotar a la velada de imperfecciones? Y saca una cámara analógica portátil, y enfoca a su hermana Casiopea, y al fondo, el féretro. Nunca más va a ver a Mariel. ¿Por qué no? Todos los años, por su cumpleaños, Casiopea le pide a su hermano que teatralice el funeral, que ella no pudo estar porque era un bebé. Y todos los años rompe a bailar apasionadamente. Esta es la imagen asustadiza de un mundo inventado. La gente que es invitada al acto tiene un guion de cómo debe de ser la velada. Y Andrés, como un director competente, elige el momento para salir de la casa y decirle a Mariel que todo ha sido inventado, y que no ha muerto. ¿Y si Andrés solo pudiera hablar con Mariel? Por eso, en la puerta, Mariel le pregunta por su realidad: él estuvo presente cuando entró en la habitación para contemplar a una muchacha muerta en el parto, y luego, con 16 años, convenció a los médicos de que podía cuidar de su hermana. Pero es verdad que Mariel lo acompaña apasionadamente en todos los momentos de su vida. Andrés ejercita su memoria, y entra en la casa, y le dice a Casiopea que será la última vez que celebre el funeral, aunque ésta le cuenta que es lo más cerca que se siente siempre de su madre. A lo mejor sospecha que Mariel no puede entrar dentro de la casa. No está preparada para encontrarse de sopetón con su hija. Es lógico que Andrés enrede en la imperfección de los sentimientos de una niña. Elección tras elección, detalle tras detalle, la gente deja el funeral, y Andrés hace de lo que Casiopea no sabe hacer, de anfitrión. En alguna parte de esa vida la inquietud permitirá que los años se vayan alejando, que haya esa lentitud con que una persona se queda atrás de su tiempo, porque nada ocurre a tiempo, piensa Andrés. La dimensión amoral de esta época que lo destroza todo de una forma precisa. Andrés cree que somos sombras que buscan un arraigo, y Mariel elige marcharse igual que la gente se va, y quedan los dos hermanos solos, en una soledad extraña e inconclusa, porque esa emoción de estar solo no concluye nunca.

 —Lo mejor de todo es que ya podemos devolver la caja a la funeraria —le dice Casiopea suicidando la prudencia.

Andrés diluye esa sensación de agotamiento al dejarse caer en el sillón. Y Casiopea incumple un regalo concreto, uno de esos regalos que más valoraba, al decirle a su hermano que le falta algo. Se le nota desmedidamente agotada también.

—¿Te acuerdas de Amorós, el joyero de mamá? —le preguntó Andrés, deleitándose en las palabras, ejerciendo de una dubitativa experiencia—: No se creía del todo que alguien como mamá ya no esté con nosotros. Incluso llegó a sus oídos que estaba conmigo en la calle, e intentó salir. Fue curioso: Las puertas no existían. Ahora miro el riachuelo que pasa por aquí, y los árboles meciéndose. Estoy seguro de que tú me entiendes.

Casiopea sonrió. Estaban los dos en un mundo inventado. Podían sentarse en el salón, y el riachuelo que transcurre delante de ellos, y una cigüeña que hace el nido en uno de los sauces. Todo a su vista, aparentemente a la intemperie, pero no tienen frío. ¿Por qué cerradura miró Mariel?

—Creo que estoy bien —suspiró Andrés.

La tarde desaparece y el último invitado se marcha, desaparece andando por el sendero refugiado en la inminente oscuridad que surge. Casiopea se da cuenta de la luna llena, y siente una premonición. Espera que nadie pueda enterrar el sentimiento que siente por su madre. De pronto se vuelve hacia su hermano y le dice:

—Tengo una idea.

Parece que estuvieran viviendo en un cementerio, y eso se le ocurrió a Casiopea, recrear un cementerio importante como el de Père-Lachaise, con sus viejos e importantes muertos que la muerte había hecho trascendentales para entender la historia de la vida. A veces, ideas terribles de supervivencia, a toda costa, que olvidamos con la muerte, parecen demasiado lúcidas para una niña como ella. ¿Qué importancia tenía una muchacha como Mariel en todo ello? Mariel tuvo en mente algo así: escribir una biografía del cementerio, pero la muerte le llegó, y es Andrés el que pregunta:

—¿Has leído esos apuntes? —Lo hace medio sorprendido para rescatar a Casiopea de una extraña recreación—: Yo también.

—¿Por qué crees que deseo apuntalar mi relación con mamá? —Casiopea responde con otra pregunta extraña que no induce a respuesta, pero que la recibe:

—Todavía siento tristeza por que no podíais estar juntas, o no os hayáis conocido.

Casiopea dejó de hacer caso, ¿andaba eligiendo una forma de coger un tren? (Ella imagina que emprende la marcha hasta el salón de esa casa cuyo techo era la intemperie… Allí había abejas, y se podía departir con ellas, estaban a gusto en el itinerario de un tren que iba de un lado a otro de la casa. No era un tren de juguete, por supuesto. Las aliagas crecían por la vereda de las paredes e iban a los cuadros, que igual que un espejo, leían un rostro. Había talado una rama en un pinar, y tallado un cayado para andar por los alrededores de su casa. Recordaba que al mirar lo que quería, rechazando los sentidos en su normalidad, albergaba una fe y una emergencia que no le daba la palabra eternidad: no podía ser que su madre hubiera llegado allí por arte de magia. La levedad con que intentaba pisar el suelo en aquellas noches de invierno era turbadora, en el salón, como si pudiera decir: «He esperado demasiado a que el tren se marche y no han pasado ni cinco minutos», al lado de otros viajeros que no saben nada de ella, y que no se encontrarán con ella en cualquier otro momento. Una pareja de policías pasa a su lado ajena a una muchacha que no espera nada de ese momento, y un Ave Sevilla-Córdoba, imagina, le recordará otra forma de olvidar, mientras Andrés construye esa opción de permanecer en su recuerdo. Su madre escribía, como si hubiera construido con naipes un destino resquebrajado. En el salón, mira a gente que, como ella, busca el anuncio del número de Ave y la hora, inicia un mecanismo esperanzado en algo tan insignificante como de gran importancia, inicia una serie de pensamientos sobre algo que le liga a su hermano, el único que aparece, porque esa memoria aun de un muchacho que se la queda mirando, y que habla alemán, no podrá volver a recordarla, tanta gente ha pasado por allí para recrear el funeral, y por un momento se saben que no están solos, Andrés y ella parecen, ahora, refugiados en 1934, cuando las locomotoras de vapor, y una imagen recuerda, anónima, la Grand Central Station de New York en la que se vierte la luz, como si desde sus grandes ventanales naciera el sol. Casiopea y Andrés podían creer que todo tiene una posibilidad de realización, e imaginan que algo malo pasa, es la forma de destrozar el día más perfecto. Andrés recuerda un regalo de cumpleaños que no es para él, al menos es lo que cree. Podía ser otra persona, pero es Mariel quien vuelve a su imaginación, mientras se embelesa con gente que pasa y elije a una sola muchacha para recordar cosas del pasado. La imaginación y la adversidad le superan. Y quiere recordar que no ha viajado a ninguna parte últimamente: es realmente extraño que en el salón edifique una historia que dé algo de significado a ese momento de tanta importancia como el día de su madre. Entonces a veces la lluvia para y otra muchacha pasa. Lleva un perro. Un Dogo fuerte e impertérrito que llama Salomón. Le recoge la caca y la echa en una papelera. Está bien a pesar de todo. Y no hace otra cosa que reflexionar. Charló con ella, con la muchacha del Dogo fuerte e impertérrito: «Me dijo que rondaba los 25 en el viaje a Ciudad de México —inventó una forma de que Casiopea volviera en sí—, discutíamos si todo viaje pende de un hilo, y ella repitió —y vi que tenía razón— que toda la vida de una persona era así. No estaba entusiasmado porque ella regresaba a México, y yo volvería a la Universidad de Extremadura a mis clases de latín, después de dar una conferencia sobre las Geórgicas en la UNAM. Me inventé que había leído un poemario sobre Medusa muy bueno —le ponía hasta título—, sabiendo que ella no lo buscaría. Era el libro que yo estaba intentando hacer. Y como si hubiera descarrilado un tren, todo se precipitó sin medida, y me vi agarrado al fuselaje del avión que flotaba, y la invención agarrada a mi cuerpo con un ataque de pánico feroz. La tuve que golpear la mejilla para que se calmara. Al rescate acudieron dos pesqueros y nos salvamos». Esto es lo que ha hecho siempre, despertar a Casiopea de sus ensoñaciones. Y una vez, hace 23 años, una muchacha se sentó a su lado con un regalo de cumpleaños. Le dijo que era para él. No dijo nada más. Pasaron la tarde juntos. Pasaron los días juntos. «Es verdad, ahora que lo dices, siempre te he visto por aquí», le dijo la chica del Dogo fuerte e impertérrito. Andrés seguía en sus trece, de que no hace mucho, un año o así, había sobrevivido a un accidente de avión; y volvía a pensar en la carta que desde año y medio llevaba en el bolsillo. Casiopea veía perfectamente todo lo que le contaba, andando en la irrealidad inocente de una niña que añoraba a su madre, y la invención de Andrés podría ser Mariel, y para ella sí habría cerradura, poseedora de las fotos que Andrés había realizado allí, se prestaba a ser sincera con una niña a la que, en la soledad de la muerte, nunca había olvidado.

            —Estoy más o menos bien en la imperfección de lo atribulado —le dijo Casiopea atravesando el mundo silencioso del miedo; ahora, aquí, Père-Lachaise era el refugio, donde Casiopea había imaginado que la encontraría.

            Andrés volvió a sentarse como si no recordara el Ave acertado, el tren perfecto. (Dentro de su mente, la minuciosidad de la invención, recreando un viaje ficticio en avión que había desembocado, en el trastabillado accidente en el océano.)

            —Busco al miedo de empezar aquí, sin otra opción que la inestabilidad de la vida —pronunció Andrés muy lentamente, creyendo que Casiopea le escuchaba, pero ella estaba metida en otra cosa. Parecía ver a la muchacha del Dogo fuerte e impertérrito sucumbir a la reacción de un sitio como Père-Lachaise. El perro empezó a ladrar y no sabía por qué…

Las noches recobran la ausencia de la mayor de las imaginaciones, y si fuera por partir de nuevo hacia algún lugar, o alguien viniera de allí, se daría cuenta de que por eso ladró el perro. Andrés, en un instante, se vio superado por la figura de Amorós, el joyero de su madre. Entró en la invisibilidad de las paredes de la casa, y saludó a Andrés y a Casiopea. En algún momento más pudo decir que había intentado seguir los pasos de Mariel, pero ¿cómo se sigue los pasos de un espíritu? Dijo que venía del Sena a contarles una historia. (Avanzaba la noche más espesa, y había encontrado un camino, alguien que fijó las fauces del miedo, cuando a partir de las razones de lo olvidado, podía generar una historia.) Ahí se encontró la tranquilidad de Andrés y Casiopea que estaban dispuestos a escucharle contundentemente: «¿No habéis oído hablar de él? Alguien que perpetra algo por las inmediaciones del río, un hombre solitario que anda por los alrededores del pont de Mirabeau. Y un muchacho, Alphonse, se ha citado allí con la muchacha que ama, una tal Mariel, están decididos a fugarse a España, dejar a sus familias y construir algo juntos. Alphonse lleva una Leica analógica y le pide al sujeto que les tire una foto…». (Es la fotografía que Andrés lleva mucho tiempo teniendo en la cocina de la casa.)

            —En los apuntes sobre Perè-Lachaise, aparece el nombre de Ancel, como alguien que pertenece a la muerte. Un poeta que se dejó morir en las aguas del Sena —dijo Casiopea.

            —¿Entonces lo conoces? —dijo Amorós cayendo en la idea de que no había diferencia susceptible, y toda la estrategia de esa ideación, imaginación, estratagema, se parecía a caer en la cuenta de encender un cigarrillo con una cerilla lo suficientemente seca para que prenda en una barba de días.