Busco, en la transición de las horas, las milésimas de segundo que se tarda en disparar la cámara, y que la duda me guíe. Es extraño poder volver al momento tan poderoso que emerge de la sombra, donde no hay alma, para volver a reciclar el vacío. Es una transmisión lógica de lugares anónimos por donde alguien ha pasado, como si la luz recomendara sumergirse en el agua, como si esa misma agua
adivinara la elegía del fracaso; fracasar en los colores; construir desde ahí algo que no ha sucedido y que busca su imaginación en la inmediatez de lo sucedido, porque no podemos llorar como alude Chantal Maillard, cuando habla de que la fotografía retiene lo que ha de irse. Esa crueldad atesora una adivinanza, y la oruga es capaz de atravesar la baldosa inconscientemente sin ser pisada por el transehúnte.
¿Cuánto tiempo ha pasado? Miramos el firmamento y las estrellas no aparecen, han caído de la humildad de quien no comprende que las cosas vuelvan a su sitio. Sí, el camino recorrido lo retornamos con la fotografía. Es algo tan real como una pluma de ganso que vuela y vuela a ninguna parte... No tener que haber situado el itinerario en alguna parte de la vida, y pensar en lo mejor de una balanza
cuando, hasta la pluma corrige el peso de la imagen en su huida. Todo ha pasado como pasa el invierno en la imagen, y nadie sabe argumentar por qué gusta, por qué es libre la manera que tenemos de construir.